Cultura de la naturaleza y naturaleza de la
cultura.
Una aproximación a la crisis ambiental desde José
Martí
Guillermo Castro H.
Para Lupe y Antonio Núñez
Jiménez – Velis,
con nosotros.
“[…] el buen gobernante en
América[…] sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde
cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la
Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden
con sus vidas.
El gobierno ha de nacer
del país.
El espíritu del gobierno
ha de ser el del país.
La forma del gobierno ha
de avenirse a la constitución propia del país.
El gobierno no es más que
el equilibrio de los elementos naturales del país.”
José Martí, Nuestra
América, 1891
La expresión cultura de la
naturaleza fue utilizada originalmente para designar en lo general aquel
conocimiento de nuestro entorno que fomentara su comprensión, su valoración y
su conservación. Con el tiempo, ha venido a expresar, además, los valores y las normas que definen la
interacción entre los sistemas sociales y los sistemas naturales en una
sociedad determinada. En ese sentido, a su vez, la cultura de la
naturaleza expresa también la naturaleza
de la cultura de la que ella
hace parte, sobre todo en lo que hace al lugar que ocupan las relaciones con el
entorno natural en la visión del mundo dominante en esa sociedad, y en los
hábitos de conducta y pensamiento correspondientes a la misma.
En el José Martí de la década de 1880, por ejemplo, la
naturaleza es percibida como un entorno que nos transforma en la medida en que
lo transformamos. La “intervención humana en la Naturaleza”,
dice, “acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y […] toda la Historia es
solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la
Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana”. Esa no era, sin embargo, la
naturaleza de la cultura dominante en su tiempo en la América que él llamaría
“nuestra”, y que convocaría a crear en nombre de su generación, de jóvenes
intelectuales liberales de vocación radicalmente democrática.
La naturaleza de la cultura dominante entonces
– y aun hoy – correspondía a un liberalismo autoritario que, por el contrario,
llamaba a re – crear en la América que consideraba suya un mundo a imagen y
semejanza del que se consolidaba lo que era entonces el centro Nor Atlántico
del moderno sistema mundial. Aquel liberalismo oligárquico, triunfante y en
vías de construir su Estado, tuvo – y en importante medida tiene – su vocero
más carácterístico en el argentino Domingo Faustino Sarmiento, que en 1845
definió de la más precisa manera posible su proyecto histórico
“De eso se trata” dijo Sarmiento en su obra más conocida y trascendente –
el Facundo. Civilización o barbarie
-: “de ser o no ser salvajes.” Desde esa perspectiva, la naturaleza era
percibida como una frontera de
recursos para el crecimiento económico y el acceso a la civilización.
Desde ella, también, era inevitable la exclusión de visiones de relación entre la sociedad y la naturaleza que no
correspondieran al objetivo mayor de establecer en nuestra América aquella
civilización Noratlántica “que es el nombre vulgar con que corre el
estado actual del hombre europeo,” al que se atribuye el “derecho natural de
apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que
los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de
Europa o de la América europea.”[1]
Tanto la cultura de la naturaleza
de Martí, como la naturaleza de su cultura, vendrían a encontrar su más plena
expresión en el ensayo Nuestra América,
publicado por primera vez en México, en enero de 1891, y que constituye en
verdad el actas de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí planteó Martí
que no había entre nosotros “entre
la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”,
y que debía sin duda injertarse “en nuestra repúblicas el mundo, pero que el
tronco sea el de nuestras repúblicas.”[2]
La cultura de la naturaleza en nuestra América empezó a cambiar hacia 1980,
tras el agotamiento del ciclo oligárquico de 1870 – 1930, y la crisis del
desarrollismo liberal dominante en la región entre 1950 y 1980. Ambos había
compartido una visión semejante del mundo natural como una reserva inagotable
de recursos para el crecimiento sostenido, complementada con otra vasta reserva
de mano de obra barata, proveniente de la descomposición de la agricultura
indígena y campesina. Esas dos premisas se vieron cuestionadas por el propio
desarrollo del modelo de sociedad que sustentaban.
Hacia fines de la década de 1970 se inicia un giro en la cultura de la
naturaleza en nuestra América, que expresa – justamente – las consecuencias de
un cambio en la naturaleza de esa cultura. Sarmiento entra en retirada, y Martí
emerge de nuevo con un ímpetu singular. El injerto del mundo que descubría su
propia crisis ambiental en el tronco de nuestras repúblicas tiene una primera
gran expresión en la antología en dos tomos Medio
Ambiente y Estilos de Desarrollo en América Latina, publicada en 1980 por
el Fondo de Cultura Económica y la CEPAL.
Allí, sus editores – Osvaldo Sunkel y Nicolo Gligo – supieron reunir a una
cohorte de científicos de lo natural y de lo social, que se adelantaron a
sentar las bases de lo que, para fines de la década, vendría a ser el debate
sobre la sostenibilidad del desarrollo realmente existente. Allí, también, cabe
encontrar una parte sustancial de la simiente de capacidades que, de la década
de 1990 acá, ha llevado a la cultura de la naturaleza de nuestra América a
fundirse con la de otras regiones del planeta en la tarea de formar y
desarrollar un pensamiento ambiental nuevo, que se expresa en nuevos saberes que
desbordan las fronteras disciplinarias de la vieja cultura, en campos como la
ecología política, la historia ambiental, y la economía ecológica
Esa cultura latinoamericana de la
naturaleza encara hoy nuevos desafíos. Nuestra América, en efecto, participa
hoy de la crisis ambiental global a partir de dos grandes ventajas
estratégicas: una de orden ecosistémico – que constituyen a la región en la
última gran reserva de recursos naturales en el Planeta -, y otra de orden
demográfico. Así, por ejemplo, de acuerdo a datos proporcionados por el Fondo
de las Naciones Unidas para Actividades de Población, nuestra América cuenta
con 576 millones de hectáreas en reservas cultivables;
el 25% de las áreas boscosas del
mundo, “el 92% localizadas en Brasil y Perú”; una megadiversidad biológica
concentrada sobre todo en “Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela”,
que albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del planeta; “el 29% de
la precipitación [pluvial] mundial” y “una tercera parte de los recursos
hídricos renovables del mundo.”
La segunda gran ventaja consiste en
el bono demográfico que representa
una población activa de entre 20 y
59 años de edad, que actualmente “es más numerosa que sus dependientes,
proporcionando una gran oportunidad para el crecimiento económico”. Al
respecto, incluso, cabría decir que aun cuando es población joven dispone de
una educación deficiente, cuenta con servicios educativos que los disponibles
en la mayor parte de las sociedades asiáticas – exceptuando aquellas que hoy
constituyen economías emergentes - y africanas, y puede mejorar
significativamente con mayor rapidez, sobre todo si esa mejora es encarada mediante
un vínculo mucho rico y estrecho entre los procesos de formación y los de
producción, a todos los niveles y en todos los ámbitos del sistema educativo. [3]
Al propio tiempo, nuestra América
encara complejos desafíos ambientales en su ingreso al siglo XXI. El 70% de su población reside en áreas urbanas,
con graves desigualdades sociales y vasta huella ecológica. Los bosques
y tierras agrícolas enfrentan graves
problemas de deforestación, degradación de suelos, deterioro hídrico y pérdida
de biodiversidad. Se agudizan cada vez más las contradicciones entre la organización natural del
territorio en cuencas y bio regiones, que constituye el marco de una gestión
sostenible del desarrollo, y la organización territorial del Estado, gestada a
partir de las necesidades y consecuencias de un desarrollo depredador.
Estos
desafíos ambientales, por su parte, están íntimamente vinculados con otros
procesos de orden económico y social en curso en nuestra América, con claras
expresiones políticas. De entre ellos destaca, en particular, la transformación masiva del patrimonio natural en capital
natural mediante procesos de expropiación de facto o de jure, que fomentan sin
cesar los conflictos entre grupos sociales distintos que aspiran a hacer usos excluyentes de una misma
biorregión. Y todo ello se complica, además, por el incremento en la demanda de servicios
ambientales – sobre todo aquellos relativos a la dotación de agua y energía, y
la recolección de desechos-, generadas por áreas urbanas cada vez más pobladas
y más de mayor desigualdad social.
Todo esto hace evidente la
bancarrota cultural y moral del crecimiento económico sustentado en el
despilfarro de recursos humanos y naturales de nuestra América. De allí la tanto la creciente presencia política de lo ambiental en las demandas
sociales, como la creciente relevancia cultural
del aporte de sectores antes excluidos del imaginario del desarrollo, visible
por ejemplo en la demanda de un crecimiento que sustente una vida buena para
todos antes que una vida cada vez mejor para pocos.
La naturaleza de la cultura nueva
se define, así, a partir de tres lecciones que nos deja el análisis del
desarrollo de la cultura de la naturaleza entre nosotros. En primer lugar, que
el ambiente es el resultado de las
intervenciones humanas en la naturaleza, mediante procesos de trabajo
socialmente organizados. En segundo, y por lo mismo, que quien desea un
ambiente distinto debe contribuir a la creación de una sociedad diferente. Y,
finalmente, que la cultura de la naturaleza constituye una fuerza cada vez más
poderosa en ese proceso de construcción que, si tiene éxito, culminará en un
mundo en el que quepan todos los mundos, creado con todos y para el bien de
todos los que entienden que su patria es la Humanidad.
Tercera Conferencia Internacional Por el Equilibrio del Mundo.
La Habana, Cuba, 30 de enero de 2013.