Panamá: nota sobre las cuencas, la gente y el país que
somos
Guillermo Castro H.
Hace poco, el Instituto Smithsonian de Investigaciones
Tropicales informó del hallazgo de un pequeño alijo de instrumentos rituales de
uso chamánico en el sitio conocido como Casita de Piedra, en las tierras altas
de la provincia de Chiriquí, cerca de nuestra frontera con Costa Rica. El
alijo, con una antigüedad estimada en 4 mil años, venía a sumarse a
descubrimientos anteriores, que remontaban a 9 mil años la presencia humana en
el sitio, un punto de descanso en una vieja ruta de tránsito a lo largo de las
cuencas de ríos que vierten sus aguas en los océanos Pacífico y Atlántico.
La noticia podrá parecer a algunos un
hecho de mera curiosidad, con algún interés turístico, ahora que las tierras
altas de Chiriquí se han convertido en sitio preferido de retiro para adultos
mayores provenientes de Norteamérica y Europa. Sin embargo, y sobre todo, el
hallazgo vuelve a poner en el tapete la calidad de la educación que se ofrece
en nuestro país, medida por dos preguntas sencillas que muy pocos panameños
están en capacidad de responder: ¿desde cuándo hay presencia humana en nuestra
tierra?, y ¿en qué cuenca reside usted?
La
necesidad de saber estas cosas debería ser evidente en un país cuyo mayor y más
importante recurso natural es el agua – asociada a los ecosistemas que la
proveen-, y en el que la posibilidad del aprovechamiento sostenido de ese
recurso depende cada vez más del desarrollo sostenible del conjunto del
territorio nacional. El problema, aquí, consiste en que la cultura y la
educación que realmente tenemos no son de gran ayuda ni para ver lo evidente,
ni para entender lo que esa evidencia implica.
Sin duda, hay individuos y pequeñas
organizaciones sociales y estatales donde esa capacidad existe. Sin embargo, enfrentamos
problemas que se agravan sin cesar debido a la actividad de grandes masas
humanas, y sólo podrán ser resueltos con la participación de esas mismas masas
en actividades – y con actitudes – muy distintas a las que llevan a cabo en la
actualidad.
Esa participación y esas actitudes, por
supuesto, no podrán ser establecidas por decreto. Sólo podrán ser el producto
de una educación capaz de expresarse en una transformación de nuestras
estructuras de organización social, en el marco de un Estado nacional nuevo.
Así que, una vez más, nos encontramos con el hecho de que la transformación de
la educación que tenemos tendrá que ser parte de la transformación de la
sociedad en que nos hemos formado, o no será.
Así, por ejemplo, al hablar de
desarrollo sostenible nos referimos – aun sin saberlo – a los problemas que
plantea la necesidad de preservar la viabilidad del desarrollo de la especie
humana a escala global y glocal. Para entender y encarar esa necesidad, es
necesario comprender que nuestra especie no habita en la naturaleza, sino en el
ambiente que ella misma crea en su interacción con los ecosistemas de los que
depende su vida, mediante el trabajo socialmente organizado.
Los resultados de esa interacción, por
otra parte, se acumulan en el tiempo, de manera que la naturaleza nunca regresa
a su condición anterior a la presencia humana. Así, por ejemplo, la selva del
Darién no es "natural" en el sentido usual del término, pues una parte
sustancial de la actual provincia de ese nombre estaba ya deforestada al
momento de la Conquista europea – por no mencionar que en aquella época esa
región sostenía, con la tecnología productiva del neolítico, una población
mayor que la de nuestros tiempos de revolución verde.
Aquella presencia humana, por otra
parte, se organizaba en correspondencia con la organización natural del
territorio. Las cuencas constituyen, en efecto, la unidad básica de
organización natural de cualquier territorio y, por eso mismo, constituyen
también la unidad básica de organización de las relaciones entre los seres
humanos y la naturaleza en ese espacio. Así, por ejemplo, si en el Perú
prehispánico eran utilizadas para establecer “aldeas verticales” que permitían
a una misma tribu utilizar ecosistemas de muy diferentes alturas, desde la
costa a los Andes, en Panamá permitieron establecer “aldeas interoceánicas”
para aprovechar tanto los recursos de un Atlántico muy húmedo como los de una
Pacífico con una estación seca relativamente prolongada.
El reciente descubrimiento arqueológico
en Casita de Piedra, Boquete, sólo manifiesta su verdadera importancia en este
contexto. Por un lado, indica que ya entonces existía tránsito interoceánico
entre lo que hoy llamamos Chiriquí y Bocas del Toro. Por otro, la nueva
evidencia está asociada a la minería de oro aluvial, que a su vez se vincula al
desarrollo de la metalurgia en las zonas litorales de la vertiente Pacífica del
Istmo, las más pobladas en el momento de la Conquista.
De este modo, con respecto a la primera
pregunta podemos decir que, hasta donde sabemos, hay presencia humana en el
Istmo desde hace unos 12 mil años; que esa presencia ya incluía el intercambio
interoceánico hace al menos 9 mil años, y que ese intercambio ya incluía el oro
hace al menos 4 mil. La cuenca en que cada uno reside, cada quien deberá
averiguarlo.